Recientemente han aparecido en los medios de comunicación dos malas noticias
sobre el dopaje.
En la primera se informaba que según un estudio realizado en la República Federal Alemana
por el Instituto Federal de Deportes en los años setenta del pasado siglo las autoridades
de dicho país tuvieron un comportamiento respecto al dopaje no muy distinto del que llevaba
a cabo la otra República Alemana, la Democrática. Sobre ésta última ya se sabía cuál había
sido su horrible concepción del deporte de élite: una vía para resaltar los éxitos de su
modelo político-económico. Y para ello no dudaron en instrumentalizar a sus atletas para
que mediante un dopaje sistemático y brutal obtuvieran éxitos deportivos internacionales.
El resultado, en efecto, fue el deseado, convirtiendo a dicho país en líder de los medalleros
olímpicos, pero a costa de que muchos de esos deportistas murieran, se suicidaran, sufrieran
secuelas físicas de por vida o tuvieran que cambiar de sexo.
Pero pocos nos esperábamos que la otra República Alemana, la «buena», la Federal, hubiera
adoptado un sistema de dopaje masivo para conseguir los éxitos deportivos. De hecho, ya se
tenían noticias de prácticas dopantes en la RFA: la selección alemana de fútbol, que disputó y
ganó el Mundial de 1954 a la entonces favorita Hungría, había suministrado sustancias
dopantes a sus jugadores. Pero que el nivel de sofisticación y extensión del sistema estatal
de dopaje fuera tan alto estaba más allá de las más aciagas sospechas.
La otra noticia nos conduce a EEUU. En virtud de una discusión entre los responsables de
una laboratorio (Biogenesis) ha saltado a la luz que algunos de sus clientes eran jugadores
de reconocido prestigio en la liga profesional de beisbol norteamericana. Entre ellos, el
jugador de los Yankees, Alex Rodríguez. Tal noticia no hará más que dañar todavía más la
reputación de un deporte que ha estado últimamente salpicado de noticias relativas al dopaje
de varias de sus figuras prominentes.
Las dos noticias nos sirven para entender cómo ha ido evolucionando el dopaje en estas últimas
seis décadas en algunos países. Para algunas autoridades estatales el dopaje era un medio a
utilizar por el Estado para lograr éxitos deportivos. Era, en este sentido, una práctica que debía
ejecutarse en silencio, subrepticiamente y sin que los deportistas, sus víctimas, estuvieran al
tanto de ella. Afortunadamente, en la actualidad no parece que exista ningún Estado que siga
esa misma política.
Sin embargo, varias décadas después, el dopaje sigue estando ahí, pero por otras vías. Los
suministradores y facilitadores son laboratorios, médicos, representantes… no con la ignorancia
sino con el asentimiento de los propios deportistas. La razón de la existencia del dopaje no es
ahora una razón de estado (el prestigio internacional), sino la gloria deportiva… pero mucho
nos tememos que el motivo principal es principalmente económico: las ingentes recompensas
económicas que generan los triunfos deportivos.
En ese tránsito, la percepción por parte de las autoridades deportivas nacionales e internacionales
ha ido progresivamente volviéndose más represora ya que ha triunfado una visión en la que
el dopaje es entendido como una lacra del deporte que tiene que ser extirpada de raíz. De ahí
que esa política se denomine de «tolerancia cero».
No obstante, entre las objeciones que se han ido dirigiendo a esta política criminal contra el
dopaje quisiera señalar aquí solo una: la dureza de la política antidopaje basada en la tolerancia
cero parece que no está triunfando. Basta ver las continuas revelaciones de dopaje que
aparecen en los medios de comunicación. Como ya han destacado otros autores (J. Savulescu),
en algún sentido, esta política antidopaje recuerda a la ley seca que se impuso en los Estados
Unidos en los años veinte del siglo pasado. Es conocido que la prohibición de la venta condujo a
un cambio en los hábitos de bebida por parte de los americanos que tuvo como consecuencia
un aumento de su consumo. Alejados de los sitios públicos, donde no se podía beber
alcohol los consumidores empezaron a hacerlo en sus casas, donde el alcohol era más fácilmente
disponible. Por otro lado, puesto que la calidad del alcohol no estaba regulada ni controlada
oficialmente, aumentaron los daños físicos (y los fallecimientos) causados por alcohol adulterado,
en mal estado o envenenado. Y es que la prohibición provocó la creación de un mercado negro
que cumpliría los deseos de aquellos individuos que todavía quisieran consumir los productos
prohibidos. Por definición, los mercados negros proveen un producto que carece de regulación,
lo cual implica que su uso es irregular y que la seguridad del producto a la hora de ser
consumido por el comprador es cuestionable. En cambio y paradójicamente, en otros países
donde no existía la prohibición, las estadísticas mostraban un descenso de consumo de
alcohol y de los estragos de éste sobre la salud pública.
La lucha antidopaje actual está produciendo resultados similares. La prohibición de las sustancias
o técnicas dopantes en el deporte no hace más que aumentar todavía más los riesgos sobre la
salud. El caso más famoso es el del ciclista Riccardo Riccò, que ha estuvo a punto de morir al llevar
a cabo una transfusión de sangre en su propia casa. Al igual que los consumidores de
alcohol norteamericanos, los deportistas que desean doparse tienen que recurrir a un mercado negro
donde se coadyuvan la dudosa garantía de calidad de los productos o técnicas mejoradoras y la
desmesurada ambición y negligencia de los médicos que los atienden. El resultado es la puesta en
peligro de su propia salud.
Pero otro efecto indeseado de esta política es que cada aparición de un nuevo caso de dopaje
contribuye a que los aficionados tengan la sospecha de que dicho caso es solo la punta de un
iceberg, y de que la práctica está mucho más extendida. Si a esas sospechas se une la
estigmatización del dopaje, el resultado final es que se corre el riesgo de que los aficionados
se alejen del deporte al verlo como una práctica en la que prevalece el engaño.
Encontrar una solución al dopaje no es fácil. Y me parece que ninguna política que se adopte
erradicará la tentación de algunos deportistas por encontrar un atajo que les conduzca a la
victoria, como tampoco el endurecimiento de los castigos evita completamente la comisión de
delitos. De igual manera que sucedió con el Derecho Penal medieval que producía tanto o más
mal que los delitos contra los que luchaba y que se civilizó con la Ilustración al hacerlo un
Derecho Penal menos ambicioso pero más respetuoso con los derechos, la lucha antidopaje
tiene que experimentar esa transición. En este sentido creo que sería mucho más sensato, menos
instrusivo y más eficaz apostar por una política antidopaje basada en varios principios básicos:
a) que en la que la determinación de qué sustancias o técnicas deban estar prohibidas también
participen los médicos del deporte y los propios deportistas en aras de proteger los valores
internos del deporte, pues no todas las sustancias prohibidas tienen los mismos efectos
mejoradores en todas las disciplinas deportivas, ni todas ellas producen una mejora
extraordinaria del rendimiento;
b) restringir el criterio de inclusión de sustancias y técnicas a aquellas que pongan en peligro
de manera grave la salud del deportista. No todas las sustancias y técnicas dopantes son
dañinas de manera seria para la salud del deportista, y éste debe tener un cierto margen para
decidir hasta donde quiere arriesgar su salud;
c) para el resto de sustancias mejoradoras que ahora pasarían a estar permitidas debería
establecerse un control médico oficial de forma que los deportistas experimentaran revisiones
que certificaran su corrección.
Con estas medidas, insisto, no se eliminaría totalmente el dopaje. Como ocurre en las situaciones
de dilema de prisioneros, los incentivos que genera el deporte son tan elevados que para algunos
deportistas la tentación de la victoria a cualquier precio es demasiado alta. Pero, por las mismas
razones, tampoco creo que la política actual lo consiga erradicar. Ahora bien, es interesante
recordar que el giro hacia una política de tolerancia parcial respecto al alcohol evitó algunos de
los peores efectos que producía el consumo clandestino y se controló de manera razonable
el consumo público. En mi opinión hay razones para ensayar medidas similares con el dopaje con
la esperanza de que se produzcan efectos similares, además de que se respetaría en mayor grado
la libertad de los deportistas. Y por último, me parece que estas medidas evitarían la progresiva
huida de aficionados y espectadores ya que contribuirían a despejar de dudas y sospechas las
victorias de los grandes ídolos deportivos.
Fuente: Iusport – AREDA
21 de Octubre de 2013
http://www.aredaclubes.org.ar/nota-trivino1.htm