José María Di Paola, el cura que trabajó con Bergoglio, llegó a Rosario para hablar sobre el problema de la adicción.
Por Graciana Petrone
José María Di Paola, más conocido como “Pepe” o “el cura villero”, inició y ejerció gran parte de su sacerdocio como “un vecino más” al frente de la parroquia Caaupé en el asentamiento de emergencia 21-24 de Barracas, Buenos Aires. Promediaba la década del 90 y aún no se veían enfrentamientos armados por la disputa territorial de venta de drogas. Aunque sí había otros conflictos violentos, el narcotráfico no era el centro de los problemas del barrio. Años más tarde, en 2010 y tras denunciar y exponer a los responsables de la comercialización del paco en muchos lugares del conurbano bonaerense, sufrió una suerte de exilio y fue obligado por su superior, por entonces el cardenal Jorge Bergoglio, a trabajar en una iglesia en Campo Gallo, un pequeño pueblo de Santiago del Estero.
“Preferí apartarme de la vida de la villa para no poner en riesgo la vida de la gente que trabajaba conmigo en Buenos Aires”, recordó ayer, en diálogo con El Ciudadano, durante su paso por la ciudad invitado por la comisión directiva del sindicato Asociación Empleados de Comercio para dar una charla, justamente, sobre control y prevención de adicciones.
—¿Cuál debe ser el rol del Estado en materia de drogadicción?
—El Estado tiene un rol protagónico en esto. Tiene que haber más presencia en todas las provincias y creo que en este aspecto hay que fortalecer a los municipios, que tendrían que tener más lugares desde donde apoyar a las instituciones civiles involucradas con la problemática. Es todo un desafío porque se trata de una realidad que fue creciendo y debemos organizarnos mejor, aportando cada uno nuestro granito de arena.
—¿Por qué los municipios?
—Porque el municipio siempre es el Estado más cercano a la gente. Entonces, el municipio, más las iglesias, los clubes y las escuelas pueden hacer realmente una alianza estratégica para poder afrontar el tema.
—¿Qué similitudes hay entre las zonas más vulnerables de Buenos Aires y las de Rosario?
—No sabría decirlo con una sola visita que he hecho a la ciudad. Creo que pueden tener similitudes de marginalidades en sus conurbanos que, por supuesto, hacen que haya algo en común: mucha gente excluida y la droga que se transforma, no en algo recreativo sino en algo problemático y que a raíz de ello tenemos gente que tiene complicada su vida. Partamos de la base de que hay igualdades, más allá de la droga que pueda consumirse. Podría también haber estrategias comunes y, evidentemente, cosas muy particulares que se deben adecuar al cada lugar en el que se trabaja.
—Hoy la droga no ataca sólo a los sectores más vulnerables…
—Creo que ataca a todos. Aunque, en sí, el resultado del consumo de drogas en personas de sectores carenciados puede ser más dañino porque la gente que quizás tenga un nivel de vida más acomodado puede tener otros recursos para afrontar el problema. La realidad es que uno acompaña a muchos hermanos de clase media o alta que viven como un drama la adicción de su hijo y la imposibilidad que encuentran de recuperarlo. Evidentemente, hay una exclusión muy grande de sectores marginales en donde la droga ha entrado y lleva a la muerte, a la destrucción y a la desesperación; y al narco, a inmiscuirse en el tejido social, por lo que es un problema al que debemos darle importancia. No tenemos que asustarnos, sino más bien organizarnos como sociedad civil para trabajar en común.
—¿Cómo se logra el acercamiento a Cristo de un joven que vive en un sector marginal y que no puede salir de la droga?
—En general, los chicos de los barrios más marginales tienen fe. Por eso la responsabilidad de la Iglesia es más grande. No pasa quizás en otras clases sociales pero en los sectores más populares hay mucha fe. Por lo tanto, las parroquias tienen un rol fundamental. Hace unos años un estudio de la Sedronar decía que la mayoría de los chicos de los barrios más pobres recurrían a la Iglesia como primer paso para pedir socorro. Qué importante es entonces que las iglesias estén abiertas y tengan dispositivos, aunque sea para funcionar como nexos o abrir un camino de escucha para establecer vínculos y dialogar con el chico, de modo que no se sienta rechazado sino recibido para iniciar el camino de la recuperación.
—Rosario es una ciudad muy castigada por las drogas, ¿cómo está la Argentina en general con el tema?
—La situación se agravó a tal punto que siempre pongo el ejemplo que cuando fui a Campo Gallo como cura, ocasión en que estuve dos años cuando preferí apartarme de la villa de Barracas para no poner en riesgo la vida de la gente que trabajaba conmigo, pensé que iba a hablar de otros temas. Para mi sorpresa en los pueblos más pequeños de Santiago, en las escuelas o los intendentes comunales, me invitaban para dar charlas sobre adicciones. Yo me preguntaba: “¿por qué?”. La respuesta es que la droga empezaba a ser un problema serio en esos lugares también.
—No hay soluciones mágicas, pero ¿cuál es el método que propone la Iglesia?
—La conclusión es que al haber crecido la droga el problema es más grande. De una vez por todas tenemos que organizarnos y dar respuestas en el camino de la prevención y la recuperación. Es un camino que implica mucha creatividad. El primer paso es la Iglesia de puertas abiertas para establecer el diálogo con los chicos. También romper con el mito de que sólo un ex adicto o un profesional de la salud pueden ayudar a recuperar a un adicto: cualquier persona puede aportar algo, desde un buen terapeuta, a un buen operador, un sacerdote o quien lo acompaña al médico o a hacerse el documento.
Fuente: El Ciudadano – Mundo Amateur
20 de agosto de 2015
http://www.elciudadanoweb.com/municipio-iglesia-clubes-y-escuelas-deben-trabajar-juntos/