En tiempos en los que los celulares eran apenas un sueño delirante de alguna película futurista, él ya había inventado que su teléfono fijo era uno de ellos. A cualquier hora, de cualquier día, desde cualquier lugar se podía llamar a su número directo, en la redacción de El Gráfico, que allí iba a aparecer la inconfundible voz de O.R.O., de Orito, de Osvaldo, de Osvaldo Ricardo Orcasitas, para responder de inmediato.
En el staff de la revista podía figurar como Colaborador, como cuando empezó, o como Subdirector, como en sus tiempos de mayor responsabilidad formal, pero nunca apareció como debería haber aparecido: Alma no figuraba entre las categorías del escalafón periodístico.
Nacido en Mercedes, Corrientes, el 12 de agosto de 1943, vivió por y para esa revista legendaria (legendaria por él, en buena medida), aunque también vivió por y para el básquetbol, por y para sus amigos, por y para su familia. Por y para el periodismo. No tuvo hijos. O sí. Tuvo muchísimos, innumerables, en cada uno de esos ambientes. Generaciones y generaciones de basquetbolistas, generaciones y generaciones de periodistas que se formaron, que nos formamos, bajo su ala protectora y consejera.
“El archivo no muerde, pibe (y aquí iba el apellido, nunca el nombre, del aludido que recibía el consejo). La frase, pronunciada con una cadencia en la que cada sílaba tenía una acentuación particular, que ojalá pudiera transmitirse al lenguaje escrito, queda impresa para siempre en la mente de quien la recibía. Y resaltada con marcador de colores, como los que usaba para corregir los originales escritos a máquina sobre hojas pautadas, porque la repetía cuántas veces fuera necesario, hasta convertirla en una letanía. Es que “La memoria no existe, pibe (…)” y había que volver sobre ella todo el tiempo.
Los consejos y las máximas tenían la suficiente dosis de humor y de ironía como para transformarse en inolvidables. “¡Cuidado, cuidado!”, gritaba de pronto, cuando veía a alguien hojeando, por caso, un ejemplar de “Los Maravillosos momentos de El Gráfico”. Y, ante la sorpresa del aludido, completaba la escena: “Cuidado. No lo inclines demasiado. Si lo inclinás, se va a caer la sangre de los que lo hicimos”. Se jactaba de su rigor porque, “si tiene un error, no existe”. Y más de una vez buscaba complicidad cuando aparecía uno, inevitablemente: “Marquen a los nuestros”, decía entonces, sin mencionar al autor.
Siempre intuí que tuvo mucho que ver en mi designación para cubrir el Mundial de México 86. Yo tenía apenas 22 años y aparecí de sorpresa en el equipo de 21 enviados especiales de la revista. Para cada uno de nosotros, Osvaldo había preparado una completísima carpeta con todos los detalles, logísticos y periodísticos, que pudieran ser necesarios para una perfecta cobertura. Sin embargo, algo me debió faltar a mí. Porque después de enviar la primera nota, recibí un llamado de Osvaldo. La entrevista con Karl Heinz Rummenigge, realizada en Querétaro, mezclado entre periodistas italianos, estaba llena de dato que me había llevado desde Buenos Aires, mucho background, propio de la época en la que el calcio era la gran atracción del mundo y el alemán brillaba en el Inter. Pero algo le faltaba: “Mirá, Daniel, es como si hubieras escrito la nota en Buenos Aires. Para escribirla así, no necesitabas viajar. Para la próxima, quiero saber todo: si hace frío o calor, si el personaje te tutea o te habla de usted, si te habla en alemán o en italiano, cómo está vestido, cuántos minutos te dio, que sabe de la Argentina…”. La próxima fue un placer entrevista a Platini. Y las siguientes, hasta hoy, siempre tuvieron detrás ese consejo, el mejor que podía recibir cualquier (Enviado especial), tal como aparecía al pie de la nota, debajo de la firma, en lo que bien se puede llamar el estado ideal del periodismo. Ser enviado especial.
Para Osvaldo, eso, el periodismo, no era sólo escribir. Hace más de treinta años hacía cosas, nos enseñó cosas, que aún hoy son modernas. El periodismo, para él, era la logística previa, para que ninguna preocupación alterara la concentración a la hora de hacerlo. Era la pauta, sobre lo que después se plasmaba, con la armonía de una composición musical, lo escrito. Era el mejor diseño, para que el texto se revalorice. Era la mejor foto, trabajada en el equipo indisoluble de cronista y fotógrafo, para que la historia también fuera contada desde la imagen, y entrara por los ojos hasta el corazón.
Y era la mística, también. Expresada, sólo por ejemplo, en esas cenas que se extendían hasta la madrugada, después de los cierres, sobre todo en Pepito, y en las que para los más chicos no existía el verbo pagar. Osvaldo se encargaba. Como se encargaba del viaje de regreso, en taxi, acompañándolo en el tramo hasta que se bajaba, en Palermo, después de cabecear durante todo el trayecto. Tal vez, ahora lo pienso, era el único momento en el que dormía.
Vivía en un hotel. Porque su departamento, a pocas cuadras, se había convertido en un archivo, en una biblioteca. Como él. Sabio del básquetbol, conocía vida y obra de todos los que hubieran pisado “un parquet” o estuvieran por hacerlo. Vida y obra. Desde sus compadres Tola Cadillac y Chocolate Raffaelli, hasta el menor de los menores que hoy debe estar jugando, pasando por supuesto por la Generación Dorada. Vida y obra quiere decir eso, vida y obra. Porque su preocupación por saber no terminaba con lo que sucedía en la cancha. Que levante la mano el que no recibió una mano de Osvaldo. Generoso como nadie, la balanza se inclina hacia su lado de manera ostensible al pesar lo que dio y lo que recibió a cambio.
Me entero de la noticia en la madrugada, en uno de esos inevitables despertares que se tienen cuando se está al otro lado del mundo, con el horario al revés. Gracias a la tecnología, que ahora sí existe, basta mirar a la pasada el inevitable Twitter para enterarse.
Dicen que O.R.O, que Orito, que Osvaldo, que Osvaldo Ricardo Orcasitas (con el nombre completo, como corresponde), ha muerto.
Mentira.
En el archivo, que no muerde, está viva su historia. La memoria… la memoria existe, pibe Orcasitas.