CÓDIGOS / EL OSVALDO ARDIZZONE DE HORACIO DEL PRADO

Ene 21, 2022 | Opinión, Últimas Noticias

Se necesitan códigos del estilo de Ardizzone…

Por Horacio del Prado* 

Es posible que esta recuperación del habla de Ardizzone y su mirada sea un saludable síntoma de vitalidad en los tiempos que corren, cuando el modo de ser popular, el repertorio artístico fabuloso surgido de este pueblo, toda una manera propia de razonar y sentir compartiendo una escucha colectiva, un lenguaje, un modo de valorar o despreciar, todo eso parece haber sido barrido, licuado de una presunta cultura cotidiana.

No estamos ante una fecha “redonda” de Osvaldo Ardizzone, por lo menos en el sentido que suele motivar ediciones especiales y un recuerdo generalizado.

Nació en 1919 (justo el mismo año que la revista “El Gráfico”, donde empezó a brillar) y murió en 1987.

O sea que en estos días no se cumplen ni cincuenta años redondos de nada, ni cien años, ni cuarenta, ni treinta y cinco, nada de eso.

Simplemente se dio una ola espontánea de recordación y balance a propósito, eso sí, de su día de muerte, un 8 de enero.

Un colega tuvo la inspiración de publicar una nota.

Otro le contestó.

Otro lo siguió.

Y de pronto estalló esta especie de clamor generalizado, que surgió inesperado como una decisión de Bochini, pero se despliega como una necesidad conmovedora y evidente.

Tal vez sea eso lo mejor que podemos decirnos del Viejo Osvaldo: que se ha hecho definitivamente necesario.

Es posible que esta recuperación de su habla y su mirada sea un saludable síntoma de vitalidad en los tiempos que corren, cuando el modo de ser popular, el repertorio artístico fabuloso surgido de este pueblo, toda una manera propia de razonar y sentir compartiendo una escucha colectiva, un lenguaje, un modo de valorar o despreciar, todo eso parece haber sido barrido, licuado, difuminado en los escenarios centrales de una presunta cultura cotidiana, presuntamente mediática, presuntamente masiva.

Que Osvaldo reaparezca de pronto en el medio de la cancha, como diciendo “decíamos ayer”, puede significar muchas cosas, pero una, seguro, es que acá hay una discusión que continúa, y una voz, o algunas, que se extrañan.

En vida de Ardizzone, muchos pero muchos éramos conscientes de estar en presencia de un fenómeno único, en su alcance histórico, de una voz que hablaba y escribía desde algún lugar extraño, o misterioso, o profundo.

No era cualquier voz la de Osvaldo.

Había una tradición ahí, y había una cosa profética, discepoliana, legendaria al estilo de lo que se contaba y se cuenta de los que escribían en “Crítica”, pero en este caso, algo con lo que nosotros convivíamos, no era algo sobre lo cual nos contaban o leíamos.

Por ejemplo, uno que se dio cuenta de inmediato de ese algo trascendente que emanaba Osvaldo, fue Jorge Hontoria.

Era el tío de uno de los muchachos periodistas de aquellos tiempos, 1970, 1980.

Hontoria fabricaba baterías, tenía una fábrica en Avellaneda, en la que se hacían asados multitudinarios a los que Osvaldo concurría con los amigos periodistas. Hay alguna foto de él jugando al sapo, con esas barras.

Cuando Hontoria lo escuchó hablar por primera vez, se quedó fascinado.

Para la siguiente reunión se compró un grabador Geloso gigante (en esos años no había grabadores portátiles, de periodista, ni a casetes siquiera) y con un cable larguísimo y un micrófono lo seguía por todos lados para grabarlo, porque decía “esto no se puede creer, este hombre es un genio, ¿ustedes se dan cuenta con quién están, o soy yo solo que me volví loco?”.

Mientras todos comían y bebían, Hontoria sostenía el micrófono y ni siquiera preguntaba. Lo dejaba hablar libremente.

Así lo grabó centenares de horas a lo largo de años… y como suele ocurrir con estas cosas, nadie sabe dónde fueron a parar esas cintas.

Otro que se dio cuenta fue Guillermo Gasparini, el Conejo, que se tomó el trabajo de editar él, por su cuenta, “El hombre común”, libro en el que reunió las páginas publicadas por Osvaldo desde 1980 en la revista “Goles Match”.

Por esa sección, en la que Osvaldo dialogaba con un Juan imaginario (“¿Sabés qué pasa, Juan?”), recibía cartas de admiración que iban desde famosos escritores de izquierda en el exilio, hasta famosos curas de derecha en el proceso…

“Uh, mirá quién me escribió”, decía Osvaldo.

Un tercero de los que se dieron cuenta, y al que no quiero dejar de nombrar, fue mi hermano, Alejandro del Prado, el músico, que hizo con Osvaldo una veintena de canciones, una más linda que la otra, que luego serían versionadas también junto a Osvaldo por Gustavo Surt y por su propio hijo, el hoy notable guitarrista Daniel Bramante.

La primera canción que le hizo mi hermano, cuando era un pibe y se la llevó a Banfield con gran timidez, surgió de una nota de “El Gráfico” a Héctor “Chirola” Yazalde, el gran nueve de Independiente y la Selección Nacional.

Era una nota, pero… parecía un poema.

“Purrete de la orilla” –empezaba– la vida de salida te cantó la bolilla más fulera.

Y en la ruleta pequera del que gana y el que pierde, la frontera del Riachuelo te tiró para su lado y te hiciste Sur.

Sur anónimo y postergado…”

Por supuesto, “Chirola” Yazalde veneraba a Osvaldo.

Pero no era el único.

Todo el plantel de Independiente, con el “Pato” José Omar Pastoriza a la cabeza, lo veneraba también.

Se diría que Osvaldo convocaba a una actitud de respeto generalizado.

En todos los planteles, en Racing, en Boca, en Estudiantes de La Plata…

En los lugares de tango, como el “Caño 14”. En los restaurantes del palo, como “La Raya” de Don Carlos Vinagre o “La Gata Alegría”, la pizzería de Pastoriza.

Tenía un diálogo especial, de viejos sabios o portadores de tiempo, con Adolfo Pedernera, como lo había tenido con Renato Cesarini o podía tenerlo con Don Victorio Spinetto, a quien le dedicó unos versos en ocasión de un homenaje en Ferro.

Hasta Pelé lo distinguía con un respeto especial y cuando le avisaban que Ardizzone estaba, salía a recibirlo personalmente en la concentración del Brasil del 70 o en el hotel del Santos en Buenos Aires.

¿Producto de qué?

Y… de algo que estaba más allá de lo que escribía, de su estilo, o del poder de llegada de sus textos: se lo respetaba por sus códigos, probablemente la enseñanza más importante que transmitió, o intentó transmitir, a sus colegas jóvenes.

Osvaldo era como un juez, en la medida en que un periodista lo era o lo es, cuya llegada a las concentraciones o reportajes era celebrada porque no era botón.

En su doctrina periodística no se podía ser botón, ni alcahuete, ni falluto.

No se podía dar mancada, ser vigilante, mandar en cana a la gente.

Uno no podía ir a buscar datos fingiéndose el amigo confiable, para después traicionar la situación publicando todo o ventajeando…

El jugador, el técnico, el protagonista, sabían que iban a poder confesarse ante un personaje imprescindible como podría serlo un juez, un padre o un maestro, aquí encarnado en el periodista, el comunicador.

Luego ese periodista juzgaría y comunicaría sin condicionamientos su veredicto, si tenía razón el jugador o tenía razón el técnico, cuál era la verdad, quién tenía razón y quién no.

Y el veredicto de ese periodista era acatado y respetado.

Quiero aportar aquí una anécdota personal, dado que yo fui uno de esos jóvenes que tratábamos de sacar enseñanza de los grossos del momento, como el Viejo Osvaldo, o los mismos Juvenal, El Veco, o Estanislao Villanueva, Villita, el de la “Goles”.

Como hincha de fútbol o periodista joven de aquella época, de los 60, los 70 digamos, tenía yo sentimientos contradictorios hacia Estudiantes de La Plata.

La simpatía que despertaba su muchachada y sus triunfos, pero también la sospecha que despertaban las denuncias alrededor de su antifútbol.

Pero había una nota de “El Gráfico” que me había quedado en la memoria y la tengo todavía en el corazón.

La foto mostraba a Osvaldo Ardizzone, el héroe de “El Gráfico”, en el tren de Constitución a La Plata.

El iba sentado en un asiento de dos junto a Osvaldo Zubeldía, el técnico de ese Estudiantes que llamaba la atención por su novedad y su proyecto, frente al otro asiento de dos que ocupaban los jugadores también porteños, Carlos Salvador Bilardo y Raúl Horacio Madero.

El reportaje se desarrollaba durante el viaje que el técnico y los dos muchachos hacían todas las mañanas desde la Capital hacia La Plata para el entrenamiento en Estudiantes.

Tanto me emocionaba esa nota que bastante después, cuando Carlos Bilardo se retiró y se hizo entrenador, justamente de Estudiantes, me presenté a él por teléfono y le propuse hacer la misma nota, sentado yo en el lugar de Ardizzone, Carlos ahora en el lugar de Zubeldía, y el “Gringo” Rubén Horacio Galletti y el “Chango” Ignacio Ramón Peña en el lugar de aquellos muchachos de los 60.

Ahí lo conocí al Doctor Bilardo, que tenía un Dodge Polara y me levantó por Plaza Irlanda, y entablé gracias a Dios un vínculo de confianza con él que se mantuvo para siempre.

Pero lo que quiero contar, como significativo para lo que venimos hablando, es un momento en la historia de ese vínculo, en la casa de los Bilardo, por la calle Francisco Bilbao, antes de que lo asaltaran y tuviera que mudarse.

Una vez me contaba en la cocina de su casa circunstancias de su trabajo y de su historia, cada tanto con la advertencia “esto por favor, es para vos, para que me entiendas, pero no lo digas nunca”.

En un momento me pidió ir hasta un aparador del comedor, porque en un cajón tenía documentos, telegramas, que quería mostrarme, como prueba de que era verdad lo que estaba diciendo, aunque sonara raro.

Entonces sacó una carta escrita a máquina, firmada por un personaje importante, pero antes de mostrármela, vaciló y la retuvo contra su pecho:

–Mirá que te muestro esto –me dijo– como si fueras Osvaldo.

En fin…

LOS CÓDIGOS Y LOS TÍTULOS

Creo que ese tema de los códigos, de la moral o la razón práctica, digamos, es la enseñanza más clara que dejó Ardizzone.

Por eso se ve especialmente significativo su resurgimiento en estos días en que, como diría Coco Basile“cualquiera dice cualquier cosa”.

Y es una enseñanza que dejó por contagiono por decálogos o consejos explícitos.

Porque hubo por ejemplo otra, entre sus características, que era un don específicamente suyo, y por eso no se podía enseñar, ya que como don era intransferible.

Eso era la mirada para captar profundamente el alma de la situación y hasta el destino de los personajes.

Cuando murió el gran Ernesto Grillo, en 1998, se recuperó una nota de Osvaldo hecha más de 30 años antes, cuando la revista salía en blanco y negro y Grillo era rutilante estrella en Boca y de gran fama internacional por su paso por Italia (siempre recordaba Antonio Carrizo que Vittorio Gassman y Dino Risi, que estaban filmando en la Argentina, fueron a la Bombonera a verlo y quedaron desolados al descubrirlo ya postergado en la reserva…).

La cuestión es que el celebérrimo “Pelado” Grillo, por cuyo gol a los ingleses en 1953 se estableció el Día del Futbolista Argentino, iba a fallecer en una situación angustiosa, encerrado en una pieza rodeado de sus perros callejeros, sus laderos más fieles desde que era un pibito en Barracas.

Pero cuando Osvaldo lo había entrevistado, en el 62, 64, de la gran gloria boquense, ya había detectado, escrito y publicado que el “Pelado” era ajeno a la mansión en que vivía, a esa piscina, a su gran Ford Falcón con el que posaba en la foto, a la vajilla cara, él solo quería estar con sus perros vagabundos, a los que daba albergue a cambio de que lo acompañaran a recorrer los potreros más cercanos…

La única enseñanza técnica que le escuché decir a Osvaldo como una admonición, fue: Vos siempre poné el título antes de escribir la nota”.

Lo comenté una vez en una charla convocada por el profesor Ricardo Pizzarotti, el preparador físico del Flaco Menotti en Huracán del 73 y en las selecciones mundialistas, luego lo fue de Daniel Passarella como entrenador de River, y uno de los participantes, Miguel Ángel Brindisi, figura histórica de Huracán y la Selección Nacional, dijo: “Ah, claro. ¡Eso es lo que decía Osvaldo!

Ahora me explico.

Porque yo muchas veces veo el título, entonces leo la nota y veo que en la nota no dice nada de lo que dice el título…

Claro, tenía razón Osvaldo”.

Por supuesto, la calidad, el don del titulero, un rol especial en todos los géneros de comunicación, tampoco se puede enseñar, en tanto se trata de un don.

Dicho esto, porque Osvaldo fue un genio de los títulos.

Una vez, por ejemplo, para una nota sobre el “Polaco” Alejandro Semenewicz, un gran ocho de sacrificio que llegó de Temperley y se consagró en el Independiente de los grandes estilistas, tituló:

Se necesita sangre del grupo Semenewicz.

Para cerrar, un apunte más sobre los títulos de Osvaldo:

El primero que le echó el ojo al potencial de Ardizzone como periodista, que se sepa, fue Dante Panzeri.

Contaba un gran periodista y compañero de “El Gráfico”, Eduardo Coco Llana, una historia sobre el comienzo de Ardizzone en la revista, luego ratificada por otro grande de la publicación, el ExGordo Pedro Uzquiza.

Según Llana, Osvaldo Bramante Ardizzone era un importante administrativo de la Editorial Atlántida, en tiempos en que Dante Panzeri dirigía “El Gráfico”.

Como en las viejas editoriales por lo menos desde la “Crítica” de Botana, y hasta hoy en las más grandes, Atlántida tenía en su edificio de Azopardo 579 un hermoso restaurante para el personal.

Allí coincidían, en más de una sobremesa, el administrativo Osvaldo y los periodistas.

Y al cabo de una de ellas, Panzeri le dijo: “Escúcheme, Osvaldo, ¿por qué no escribe todo esto que está diciendo?”.

Luego Panzeri le encargó comentar un partido de Tigre, donde jugaba Ricardo Garibaldi, zaguero en la fórmula Álvarez Vega, Garibaldi y Guastavino (el de River).

Y Garibaldi era de los que si era necesario rechazaba sin mirar adónde y la tiraba afuera de la cancha.

La síntesis del partido estuvo en el título, que aludía a una vieja canción cómica de Ignacio Corsini:

Garibaldi ¡Pum! Garibaldi ¡Pum!

Demás está decir que desde entonces Osvaldo Ardizzone nunca dejó de publicar.

Fuente: NAC&POP

10/01/2022

https://nacionalypopular.com/2022/01/11/codigos-el-osvaldo-ardizzone-de-horacio-del-prado/

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