16/06/1955: Del Libro “A Capa y Espada” – FULVIO GALIMI *

Jun 16, 2021 | Carta de Lectores, Últimas Noticias

EL HORROR

«Perdónalos Señor no saben lo que hacen»
Evangelio según San Lucas

La primera bomba de 100 kilos cayó en la plaza de Mayo y causó las primeras víctimas. La segunda, en el blanco elegido: el palacio de gobierno. La tercera, en un trolebús que pasaba por detrás de la Casa Rosada, matando por el impacto a todos sus pasajeros: hombres, mujeres y niños que iban a clase. Así, entre polvo, sangre y gritos, comenzó la más insólita y cruel tragedia de nuestra historia.

La inconfundible voz del amigo Spinetto, secretario de la Presidencia del Banco de la Provincia de Buenos Aires, me había despertado a primera hora de ese 16 de Junio de 1955, recordándome que a las 11 horas se realizaba un desagravio al general San Martín en el hall principal del Banco, y que el Presidente Vivas le había recordado llamar también a los martilleros. Vivas era un excelente y cuidadoso presidente de Banco, que nos trataba con mucha deferencia a los once que componíamos el grupo, a tal punto que nos recibía frecuentemente para informarse sobre nuestro trabajo.

Como Félix se encontraba en Trenque Lauquen, visitando un campo a subastar, enfilé el Chevrolet 50 que compartíamos rumbo a Plaza de Mayo. Todo presentaba un aspecto normal, en ese día nublado de junio, con gente entrando y saliendo del Banco Nación y de la Intendencia; otros cruzaban la Plaza, donde había chicos jugando y ancianos ajenos a todo, dando de comer a las palomas.

Me llamó la atención el estacionamiento de la Casa Rosada por el lado de Balcarce, lleno de autos, muchos con la chapa blanca que distinguía a los funcionarios. Los cuidadores, que nos conocían y nos permitían estacionar allí, se apresuraron a hacerme señas para que siguiera: no había lugar. Doblé entonces por San Martín y me detuve frente a la puerta del Banco.

Al entrar parecía que la preocupación flotara en el aire. Spinetto alcanzó a decirme:

–Algo va a pasar. El ambiente está muy pesado. Vivas habló varias veces con el ministro de Economía.

Dos días antes, la procesión de Corpus Christi había reunido una enorme multitud: más de cien mil personas; hasta los comunistas desfilaron frente a la Catedral, pero no se hicieron la señal de la cruz y tampoco alzaron el puño, por aquello de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.

La Argentina es un país religioso. Siempre lo ha sido, y la movida contra la Iglesia era muy difícil de entender, y más, de digerir. ¿Sería por la probable formación de un partido Demócrata Cristiano con apoyo de la Iglesia? ¿O la necesidad de un antagonista importante para cohesionar las filas del movimiento? Lo cierto es que el conflicto, una vez lanzado, rodó como una bola de nieve que se agranda y se vuelve imparable.

En la reunión por el desagravio había caras serias y conciliábulos. Se notaba un clima pesado. El acto fue inusitadamente breve, así que, después de saludar a Vivas y abrazarme con Spinetto, salí con uno de mis colegas, el martillero Pafundo.

Hacía unos minutos que conversábamos en la puerta del banco, sobre los hechos que se sucedían rápidamente en el país y de nuestro próximo trabajo, cuando se escuchó la primera explosión. Pensé que era una bomba, pero nunca que se trataba de un bombardero por aire. Casi sin tiempo para reaccionar, sonó la segunda. Estupefactos, vimos a los primeros civiles que venían corriendo por San Martín. Hubo una tercera explosión y luego todo fue confusión, gritos, y gente que huía despavorida.

–¡Vamos a ver! –dijo Pafundo.

–¡Vamos! –contesté yo.

Llegamos sólo hasta la esquina de San Martín y la plaza, donde me encontré con Héctor López, un compañero de esgrima que representaba al Círculo de Esgrima Galimi. Demudado, cubierto de polvo, presa del shock, me abrazó mientras gritaba:

–¡Salgamos de aquí! ¡Nos van a matar a todos! Están ametrallando…

Oímos otras explosiones sucesivas, mientras la gente nos llevaba por delante, presa del pánico. Nos fuimos corriendo.

Pafundo fue a buscar su coche. Mientras Héctor subía al auto, una mujer con una nena de pocos años lo abrazó gritando

–¡Sáqueme de aquí! ¡Sáqueme!

–¡Subila, subila! –grité. Las sentó atrás.

Todo se desarrollaba con una confusión de gritos y llanto. Arranqué mientras Héctor gritaba a voz en  cuello:

–¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!

La nena, ajena a lo que estaba ocurriendo, preguntaba a su mamá:

–¿Por qué nos quieren matar?

Al pasarnos, algunos pateaban el auto, descargando como podían su rabia reaccionaria.

Dejé a la mujer y la niña en su domicilio, en Bartolomé Mitre y Callao.

Se seguían oyendo explosiones porque bombardeaban el Departamento Central de Policía, que quedaba cerca.

Nos fuimos a mi casa. Al llegar, tomamos un whisky para reconfortarnos, mientras Héctor me contaba que había visto a una mujer sentada en el piso, mirándose la pierna que le habían volado, y que eso lo había “enloquecido”. La foto de esa señora en ese instante, que apareció en el libro La Masacre de Plaza de Mayo, de Echagüe, era impresionante porque tenía los ojos clavados en sus extremidades, demudada, sin gritar ni hacer gestos.

Los días siguientes fueron de expectativa y confusión. El gobierno tapó lo más posible lo sucedido: quiso ocultar lo inocultable. Adoptó una posición conciliadora.

Los aviones que habían bombardeado y ametrallado la plaza fugaron a Uruguay. Uno de ellos regresó desde el río y descargó los dos tanques de nafta sobre un grupo tardío de peatones que enarbolaba palos. Al tocar suelo, los tanques explotaron. Estudiando las fotografías de los incidentes, Echagüe descubrió que todo ese grupo con garrotes había muerto calcinado. Era el debut de las bombas de napalm que se usaron en Vietnam.

Fue el incidente más triste, salvaje y cruel en la historia del país. Aunque no era la primera vez que dirigentes políticos instigaban al uso de la violencia extrema para demostrar hasta dónde estaban dispuestos a llegar para controlar el gobierno.

Los años y los estudios realizados sobre este episodio demostraron que todos sabían las pocas posibilidades que había de matar a Perón con esa masacre. La acción llevaba más bien la idea de amedrentar al pueblo y mostrar hasta dónde eran capaces de llegar los rebeldes.

El ataque costó más de 300 muertos y 1.500 heridos. No hubo justicia para los que murieron esa mañana.

Con el transcurso del tiempo, los actores intelectuales se convirtieron en ministros o altos funcionarios. Los autores materiales no fueron sancionados. Todos disfrutaron una vida tranquila, aunque supongo que alguna noche los habrán visitado los fantasmas de los que mataron esa desgraciada mañana. No hubo justicia para ese crimen de lesa humanidad. La aviación argentina lavó esa mancha casi treinta años después, con su accionar en la guerra de Malvinas, donde fueron auténticos héroes. 

Esgrimista olímpico – cinco veces Campeón Nacional y siete veces Subcampeón. Dos veces Campeón de la República y veinte Campeón de Interclubes. En los Juegos Panamericanos de Buenos Aires 1951 y en México 1955, obtuvo una medalla dorada, una plateada y dos de bronce. También participó en los Juegos Olímpicos de Londres 1948 y Helsinki 1952, alcanzando en ambos el 5º lugar. TESTIGO PRESENCIAL DE LA BARBARIE.

Fuente: Libro “A Capa y Espada” de FULVIO GALIMI

Prólogo de Víctor F. Lupo

Página 106.Ediciones Fabro (2014)

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