Por Guillermo Monti – LA GACETA Tucumán

Del baño del ómnibus, en pleno viaje hacia la Patagonia, comienza a fluir el inconfundible aroma de la marihuana. Advertido de que es su pupilo el que está encerrado en el cubículo, el entrenador -más bueno que el pan- corre, abre la puerta y se da con que “El Puma” Santillán está combinando el porro con cocaína. Algo se rompe para siempre allí. Por supuesto, “El Puma” perderá la pelea que lo aguardaba. En ese momento, pescado in fraganti en el baño de un colectivo, cayó como un mazazo la certeza de que su carrera en el boxeo estaba acabada, por más tropezones pendientes que le quedaran sobre el ring. Y peor aún; la cuenta regresiva de su vida se había acelerado, inexorable.
El del deportista demolido por sus adicciones es un cliché, con una resonancia proporcional a la fama del protagonista. “El Puma” Santillán no era famoso, tampoco rico. Apenas una figurita ascendente avanzando a los codazos en la jungla del boxeo. Un tipo guapo y siempre dispuesto a fajarse, sin demasiados argumentos técnicos, pero bien plantado. Se perdió en el medio de la travesía, al llegar al punto en el que los senderos se bifurcan. Ahí siempre hay margen para elegir y el “Puma” eligió.
Tragado por el abismo al que se había asomado, Alberto Santillán, “El Puma”, murió hace un par de meses en la peor condición imaginable. Tenía 44 años. No es que la noticia se haya ignorado, pero tampoco provocó un impacto capaz de copar el prime time. Será porque al “Puma” el cuarto de hora se le había pasado hace rato. Será porque la muerte de un adicto del montón nunca vende y a eso quedó reducido el último “Puma”, el del adiós. Nadie que viera a ese “Puma” podía imaginar su pasado pugilístico, los flashes de aquellas victorias iniciales, sus noches en las veladas televisadas a todo el país. Era la sombra del hombre que pudo haber sido.
En los últimos años, el consumo de drogas ha registrado en la Argentina un incremento sostenido que alarma a especialistas, autoridades sanitarias y organizaciones sociales. Atrapados en un contexto de crisis económica, desempleo y desigualdad creciente, miles de adolescentes y adultos jóvenes encuentran en las sustancias psicoactivas un placebo que no hace otra cosa que hundirlos aún más en la marginalidad. Según el último registro anual del Observatorio Argentino de Drogas (2024), el consumo de cocaína creció un 22% durante la última década, en especial en la franja que va de los 15 a los 19 años. A esto se suma el incremento en la utilización de psicofármacos sin prescripción médica, como clonazepam y alprazolam, cuyo consumo informal se ha disparado. Y se suma, claro, el uso simultáneo de distintas drogas, el “policonsumo”, que multiplica los riesgos. A ese escalón había llegado el “Puma” en su rodada.
Visto de afuera, “El Puma” lo tenía todo: familia -había conquistado a la chica más linda del barrio-, una carrera prometedora en el deporte y trabajo, a partir de su ingreso a la Policía. Pero lo que se aprecia de afuera suele diferir en la realidad. Es como en las redes sociales, cuando los posteos impostan vidas plenas, felices y hasta lujosas, mientras del otro lado de la pantalla priman el vacío, la angustia y la soledad. “El Puma” fue derribando, ladrillo a ladrillo, todo lo que había construido. De la Policía lo echaron una vez que se conoció -y comprobó- su costumbre de entrar chapeando a las patadas en los kioscos de narcomenudeo para quedarse con las drogas. Para consumirlas y también para venderlas.
“Estamos frente a una situación muy compleja, porque las drogas no sólo están más disponibles, sino que también hay una mayor tolerancia social hacia su uso, especialmente en entornos donde los jóvenes no encuentran oportunidades ni contención”, advierte la licenciada María Belén Guerra, psicóloga especializada en adicciones y coordinadora de programas de prevención en escuelas secundarias del conurbano bonaerense. El consumo no distingue clase social, pero sí afecta de manera distinta según el contexto. Por caso, de movida “El Puma” no pertenecía al estrato más castigado por la pobreza; fueron los consumos los que lo arrastraron al fondo. Transitó entonces por los dos planos: el que se droga con plata en el bolsillo y el que se droga cuando, como y donde puede.
Los dispositivos de tratamiento para quienes están sumergidos en el consumo problemático de sustancias vienen transformándose. El modelo tradicional, centrado en la abstinencia y la internación prolongada, dio paso a enfoques más integrales, comunitarios y flexibles. “Los nuevos dispositivos apuntan a fortalecer los lazos sociales, recuperar proyectos de vida y tratar a la persona en su contexto. No se trata solo de dejar la droga, sino de reconstruir vínculos, identidad y autoestima”, explica Belén Guerra. Los tratamientos se diseñan a medida, combinando terapias individuales, grupales y familiares, y respetando los tiempos y deseos de cada paciente. Otro recurso novedoso es el uso de tecnologías digitales para el seguimiento y apoyo a distancia. Algunas ONG han desarrollado aplicaciones móviles que permiten a los usuarios registrar su estado de ánimo, contactar con profesionales y acceder a material de ayuda en cualquier momento. Si bien no reemplazan el tratamiento presencial, son una herramienta útil. Siempre hay salidas, pero hay que dejarse ayudar. “El Puma” nunca lo consintió.
Entonces mutó en un fantasma. Concluida su breve trayectoria boxística (apenas 29 peleas entre 2006 y 2013, con un récord de 18 triunfos y 11 derrotas), “El Puma” empezó a deambular. Pupilas vidriosas, mandíbula endurecida, manos en los bolsillos del jean. Así recorrió la ciudad, así hizo acto de presencia en festivales que ya no lo contaban en la cartelera. Esa fue, durante años, su zona de promesas. Promesa de recuperarse, de volver a la familia, de subir nuevamente al ring. Promesa atada al inevitable mangazo. Promesas imposibles de cumplir para quien carece de la determinación de hierro requerida para escapar del infierno. En las últimas peleas, todas perdidas, “El Puma” no había sido capaz de esquivar los golpes. Los reflejos lo habían abandonado. Pero sí esquivó, sistemáticamente, tantas manos tendidas. Hasta que ya no hubo intentos de ayudarlo ni de socorrerlo. Así funciona cuando el rechazo es la única respuesta.
El aumento en el consumo de drogas no es un fenómeno aislado, sino el síntoma de un entramado social en crisis. La respuesta, por lo tanto, no puede ser fragmentaria. Hace falta una política de Estado que articule salud, educación, justicia, empleo y desarrollo territorial. “Mientras no se modifiquen las condiciones estructurales que empujan a miles de chicos hacia el consumo, cualquier intervención será paliativa. Hay que recuperar la presencia estatal en los barrios, garantizar derechos básicos y construir oportunidades reales de inclusión”, resume el sociólogo Ricardo Villalba. La urgencia es palpable. Cada historia de consumo es también una historia de abandono, de dolor, de futuros truncos. Pero también puede ser una historia de recuperación, si se construyen redes que permitan sostener al adicto cuando todo lo demás falla.
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Le habían cortado una pierna. Ya vivía en la calle y allí murió. No hubo nada que hacer cuando a ese “Puma” maltrecho y terminal lo trasladaron al Centro de Salud. “Paro cardiorrespiratorio”, indicó el parte médico. Pero al “Puma” lo había matado su propia oscuridad.