Kurt Lutman, el “enganche metedor” de otros tiempos, publica «El agua y el pez», libro donde reúne sus relatos deportivos. La presentación se hará en una cancha auxiliar de Newell’s.
Kurt Lutman y una visión poco convencional sobre el mundo del fútbol y sus protagonistas. (Foto: M. Bustamante)
Por Alfredo Montenegro / La Capital
“Son relatos sobre un fútbol distinto, que se juega en otro lado: en canchas de pueblos, barrios y patios”, sostiene Kurt Lutman, al describir el contenido de su libro El agua y el pez, que presentará el viernes 19, a las 19, en un territorio donde el autor es local: una canchita de fútbol de Ñuls, en el parque Independencia.
“El objetivo es acercarme otra vez a ese deporte y desde un lugar distinto. Son relatos y crónicas de fútbol y militancia”, dice Lutman, ese “enganche metedor” que integró el seleccionado Sub 17 en el Mundial Juvenil de 1993 en Colombia, debutó en Ñuls a los 17, pasó por Huracán de Corrientes,
Godoy Cruz de Mendoza y en las picantes ligas regionales santafesinas, que también refleja en sus textos. La tapa del libro muestra “hinchas que saltan a la cancha y para reconstruir la Patria”. También se ve una foto de su amigo y también futbolista, Mauro Javier Amato, un personaje central de sus relatos.
Mientras espera el ómnibus para ir a coordinar un taller en la Colonia Psiquiátrica de Oliveros, Lutman explica que en el texto que lleva el nombre del libro, cuenta cómo Amato en una noche de 1999 festeja un gol para su Atlético de Tucumán levantando la camiseta para mostrar un dibujo de mujeres con pañuelos blancos en la cabeza y la inscripción “aguanten las Madres”, mientras gobernaba Tucumán el represor Antonio Domingo Bussi. Así Lutman articula al fútbol con el compromiso social y los derechos humanos.
En tanto, sobre la foto de los muchachos trepados al alambrado, señala que no pasa lo contrario, “es difícil que el jugador salte a la tribuna. Benjamín Castillo, un compañero de las inferiores, me preguntaba por qué nadie que mete un gol se sube al alambrado y se mete en la tribuna. El técnico lo retaría, lo sancionarían como al que se quita la camiseta tras hacer un gol, pero no debería importar ese castigo, no se puede reprimir ese acto porque como episodio sería inolvidable. Pero hay un domesticación del jugador, se lo llena de tensiones y se pierde el atrevimiento de jugar”.
En la presentación del libro, editado con Remanso Editor, también estará esa otra cara del fútbol del que habla: “La idea es reencontrarnos con ex compañeros, chicos que pasaron por inferiores de Ñuls. Aquí jugó mucha gente importante que quedó invisibilizada porque hay un ninguneo de todo ese trayecto que realizaron, aunque no todos llegan a la división superior. Jugar en primera puede ser un objetivo, pero no debe ser el único”, explica gambeteando también la lógica del mercado del fútbol profesional.
Entonces cuenta que estarán presentes amigos como José Mazgua, Cristian “el Pitu” Melgarejo, Sebastián Santamaría, (hijo de “Cucurucho”), además de Pali Pagliarteti y Beto Lesce, haciendo música”.
Su pasión futbolera no le impide advertir que “hay demasiada tensión, mucho drama en el fútbol, hay responsabilidad en la prensa y en la gente. Si se pierde un partido peligra el trabajo de un técnico y los jugadores se saturan por la presión. Ese temor quita la belleza del juego, no se arriesga por miedo a fracasar en una jugada. Antes al perder un clásico era doloroso, pero hoy parece un drama. No puede ser que si al volver al barrio alguien me carga, le meta un tiro”.
Así, “todas esas tensiones, también llegan a los pibes. Se exige ganar, pero no se va a ver una película sólo por el final. El juego tiene otras cosas, no es sólo volverse con un triunfo. La película a veces termina como uno no quiere. Creo que por ese camino el fútbol va a estallar pronto porque es feo, mucha exigencia física, se requiere ser un velocista y super profesional. Eso también hace que un laburante que va a la cancha y sabe lo que cobra un jugador, le reclame que gane”, advierte. Pero sostiene que es optimista, repite que “hay otro fútbol, se juega en el barro, sobre baldosas despareja y resbaladizas, en la oscuridad o gambeteando alrededor de un árbol y sin límites”.
El libro aparece cerca de una fecha especial: el 24 de marzo. En Mendoza una vez se topó con una marcha de Madres de la Plaza y milita en Hijos. No es un relato autorreferencial, no cuenta como le discutió con el presidente de Ñuls, Eduardo López; ni cuando se ligó un puntazo por defender a un compañero, o el lugar de respeto que se ganó por ser solidario y ético, ni cuando en un partido de reserva frente a Belgrano de Córdoba, en 2000, como se acercaba el 24 de marzo mostró bajo su camiseta una remera con la frase: “Cárcel a Videla y a todos los milicos asesinos”.
El estilo y compromiso de Lutman aparecen ya entre los agradecimientos a los compañeros del fútbol de campo, a “los monos” rojinegros, a canallas como Arriola y Colusso, a los que lo acompañaron en algunos fracasos, y al pibe del barrio que de una piña le “enseñó a ser humilde en una victoria”. Y así en unas 100 páginas con frases cortitas, como buenos pases, arma un beligerante equipo, donde juegan desde el Jere, Mono y Patón, a Cacho el Kadry, Dolina, el Apache Tévez, los panaderos, taxistas y ex jugadores de las ligas santafesinas, además de el Chiche Lutman, el papá del autor, quien además de escribir el prólogo, fue quien le enseñó a “pararla en seco, cambiar de frente y poner el cuerpo”.
El potrero literario. El agua y el pez, el libro de Kurt Lutman, se puede adquirir a través del perfil www.facebook.com/kurt.lutman y en Indira Diseños, Mendoza 2333. “Son textos que junté con el tiempo. Pero de pibe no escribía, empecé cuando dejé de jugar”, cuenta el autor.
Todo comenzó en 1999, “al armarse el periódico El Eslabón, cuando me acerqué a los compañeros Julio Rodríguez y Santiago Garat, que hacían la parte de deportes. Al estar juntos y tanto hablar de fútbol, me dijeron que escribiera algo”. Por eso la mitad de los diecinueve relatos que integran el libro fueron publicados en ese periódico, “el primer potrero literario en el que me animé a jugar”, dice Lutman.
“A mediados del año pasado decidí armar el libro. Tomé experiencia al trabajar con dos grandes periodistas. Con esa misma lógica que no se juega al fútbol sin jugar en primera, hay muy buenos periodistas que no figuran en los grandes medios comerciales. Fue vital lo que aprendí con Julio Rodríguez, un tipo que tiene una gran perspectiva popular y nostálgica, es hincha de Central Córdoba y maneja un enorme caudal de información de la B y de la C, tras recorrer todas las canchas. El otro fue el Negro Santiago Garat, un talentoso y comprometido cronista”.
Tragarse la llave
Por Kurt Lutman
El Pipi corre atrás de la pelota. Se desafora y la velocidad que trae en el cuerpo lo hace pasar de largo, caer y rasparse todo. Llora. Cuando me acerco, se para y me abraza. Siento que no está llorando la jugada sino alguna otra cosa. Siento que no me está abrazando a mí sino a alguien que no está.
Al barrio Bella Vista lo pisé por primera vez allá por el 2001. La idea era poder plasmar un taller de fútbol en la parte de adelante de la capilla Nuestra Señora de la Consolación. Me reuní con el mítico Padre Joaquín. Cura villero arraigado al sentir del barrio desde hacía décadas. Su casa, situada en el corazón de la villa, era una habitación y una cocina separadas por un tabique de chapa donde colgaban la foto de Evita, un dibujo del Che y un Cristo tallado en madera, supuse, por alguien del barrio. Puso la pava y se sentó despacio, con la tranquilidad de los que aprendieron a esperar. Intentó explicarme que la gente estaba muy golpeada y sus hijos necesitaban jugar, disfrutar y pasarla bien, volver a reírse. Que lo demás se da solo y la gente sabe cuándo.
Para mi cabeza, lo que me decía era inexacto. Los chicos del barrio necesitaban reflexionar sobre el contexto histórico, sociopolítico, convertirse en sujeto de cambio. Y para eso había llegado yo.
Al mes, nomás, fui percibiendo que los libros que había leído —junto con mis expectativas— me los iba metiendo en el ojete de a uno, sin prisa y sin pausa.
A los sesenta días, el “formato taller de fútbol” se había evaporado y nos juntábamos a jugar a la pelota. Eran unos 15 pibitos: Chuqui, el Narigón, el Diego, el Monito, Sebastián, los dos hermanos, el Pipi y como 8 más que el tiempo me olvidó los nombres pero no las caras. Las edades oscilaban entre los 6 y los 10 años, y todos los sábados nos encontrábamos en la canchita que habíamos improvisado en un terreno baldío. Detrás de un arco pasaba la calle Servando Bayo. Detrás del otro, como a un metro y medio, el portón de entrada de la capilla donde se distinguía la imagen de la Virgen María con los brazos abiertos como si fuera el Loco Gatti haciendo “la de Dios”.
Los arcos estaban armados con piedras y cada vez que la pelota pasaba cerca, yo tenía que decidir si había sido gol o fuera. Así, después de mi veredicto me ganaba la bronca de un equipo entero. Me acuerdo un día que de tanto que me gritaron en el oído para que decidiese si era gol o no, me sorprendí al escucharme diciendo: “¡Pegó en el palo y se fue a la concha de mi madre… y el próximo que habla no juega más!”. Me pregunté para adentro si Paulo Freire al escribir Pedagogía de la libertad habrá tenido que hacer de árbitro alguna vez de atorrantes como estos.
Y así siempre. Yo elegía dos equipos para hacerlo parejo. Oficiaba de árbitro de fútbol y otras veces de box, cuando alguno le arrimaba un patadón a otro y se iban a las manos. Luego de algún episodio así, yo sentía que era el momento justo y con la pelota bajo el brazo hacía un discurso sobre la solidaridad y el respeto. Discurso que siempre era interrumpido por alguno que me arrebataba la pelota para seguir jugando mientras el resto gritaba de alegría.
Y en ese berenjenal, con el Pipi, siempre la misma secuencia. El caía, yo me acercaba para levantarlo y él me abrazaba llorando mientras que con las dos manos me agarraba fuerte la ropa. Esperábamos un ratito, y yo le decía al oído: “Ya pasó, ya pasó”. Y él desprendía los dedos, se secaba las lágrimas y, entonces sí, volvía a jugar.
Recuerdo allá por noviembre de 2001. El hambre tarasconeaba, la tensión y el dolor en el barrio —y en toda la Argentina— se hacían presente. La misa del Padre Joaquín explota de gente. El, parado en el estrado, cuenta un párrafo de la Biblia según San Lucas. Mirando a los ojos de los vecinos les dice que hay que garantizar el alimento como sea, que el infierno no está tan lejos y que al cielo hay que construirlo, en la Tierra, sin pedirle permiso a nadie.
Una tarde, el Héctor —el más grande de los cinco hermanos del Pipi— me quiso enseñar a conducir el carro con el que cartoneaba y sentí ese gesto como una forma de agradecimiento que no quise despreciar. Me dio tal cagazo llevar las riendas que apenas el bicho cabeceó me tiré y los chicos se rieron a carcajadas mientras me gritaban: “¡Tiene que agarrarlo fuerte, profe, no sea maricón!”. El “no sea maricón” terminaba de desmoronar el poco respeto que me había construido.
La rutina de los sábados se hacía disfrutable. Llegar en la bici como siempre e ir cruzándolos por el camino mientras me jugaban una carrera a ver quién llegaba antes al arco de la capilla. Aquel sábado fue distinto. Iba llegando y sentí que me sumergía en un clima espeso. La capilla, en la que se solían hacer los bautismos o cumpleaños y donde de fondo estaba la virgen que parecía Gatti, se había llenado de gente en silencio. Cuando estuve a diez pasos oí un llanto profundo y entendí que había un velorio. El hermano más chico del Pipi tenía 6 meses y en forma accidental se había caído de la mesa, de espaldas. No quise ni pude saber más nada y empecé a buscar al Pipi para abrazarlo y no soltarlo más. Lo encontré corriendo y jugando con los chicos a la vuelta y lo sentí a salvo. Con 7 años era imposible dimensionar tanto dolor junto. Era impresionante ver a los hombres del barrio en la sala, sin poder llorar. Con los ojos y el cuerpo a punto de estallar, pero sin poder hacerlo. Dejamos pasar una semana y volvimos a encontrarnos a jugar, pero el Pipi no vino. Quise ir a buscarlo a la casa pero no me animé. Sentí que yo tampoco estaba preparado para pechar ese dolor.
Volvió como al mes. Lo trajo de la mano el hermano. Estaba serio. Mientras jugaban, yo estaba más atento a él que a ninguno. Estaba esperando que, como de costumbre, tuviera un encontronazo con un compañerito y pudiera llorar todo lo que quisiese. El momento llegó después de una trabada. Se cayó al suelo y se agarró fuerte la pierna. Apretó los dientes. Reprimió un sonido parecido al llanto y se secó los ojos y los mocos con el antebrazo. No lloró. Tenía 7 años y desde ese día, al igual que los hombres del barrio, pasó a formar parte de los que no lloran.
Fuente: La Capital
15 marzo de 2015
http://www.lacapital.com.ar/senales/Tragarse-la-llave-20150315-0062.html