por José Javier Esparza
Todos los grandes periodos de decadencia se parecen. Esto es algo que cualquier aficionado a la Historia podrá corroborar. Despilfarro, desvergüenza, gusto por lo grotesco, mofa de las virtudes públicas, escarnio de los dioses, atracción por lo feo… También un destacado protagonismo de los eunucos. Siempre encontramos esos rasgos en las crónicas de los grandes momentos finales, cuando una civilización se hunde sobre sí misma. Hemos visto aplicada esa estampa al Egipto ptolemaico, a la Roma terminal, al Bizancio agonizante, a la descomposición de las cortes califales, etc. En este sentido, la ceremonia de los Juegos Olímpicos de París ha sido la expresión más elocuente posible de la decadencia terminal de Occidente. Más precisamente: de las élites (políticas, culturales, económicas, etc.) que detentan el poder en Occidente desde hace décadas y que, llegado el momento de ofrecer una visión panorámica de sí mismas, han fabricado algo tan deplorable como la ceremonia del viernes en París. Alguien lo ha definido como «ceremonia de clausura de la decadencia de Occidente». Es una fórmula muy exacta.
Importa subrayar esto: esa ceremonia no ha sido un error, un desliz, una gamberrada de algún descontrolado, un acto involuntario. No, no. En Francia nada institucional se hace sin que el Estado ponga su sello. Al revés, esta ceremonia ha sido un mensaje deliberado. El propio Macron la ha elogiado por describir la imagen que Francia quiere enviar al mundo. Todo lo que ahí vimos y vivimos era una proclama, un manifiesto. La parodia blasfema de la Última Cena como un aquelarre de drag queens. La escenificación del amor en un trío de dos chicos y una chica queer, poliamorosos, pansexuales y demás. La destilación de la Revolución Francesa en una María Antonieta decapitada cuya cabeza canta el Ça ira, es decir, la canción de los que la llevaron a la guillotina. La aparición de un jinete apocalíptico —literalmente, la figura del Anticristo— portando la bandera. La presencia del becerro de oro bíblico. La reducción de la Guardia Republicana a comparsa involuntariamente cómica de una cantante. El hiperprotagonismo de figuras «racializadas» (portando la antorcha o cantando La Marsellesa). La exhibición de grandes obras del Louvre naufragando literalmente en las sucias aguas del Sena. La omnipresente atmósfera LGTB… En fin, todas esas cosas que la Francia de Macron nos ha propuesto, son una suerte de declaración ideológica. Ellos, los que nos mandan, quieren que nuestro mundo sea así. Esto es lo que han preparado para nosotros. La destrucción previo escarnio no de toda religión, sino específicamente de la religión tradicional de nuestro pueblo. La exaltación no de toda sexualidad, sino solamente de aquella que borra los conceptos de lo masculino y lo femenino para optar por una especie de esterilidad festiva. La loa de la diversidad racial, pero no de todas las razas, porque la mayoritaria del país anfitrión queda expresamente excluida. La resignificacion de la cultura europea borrando cuanto de propiamente europeo haya en ella.
«Es un suicidio», dicen algunos. No: es un asesinato. Ellos nos quieren así: quieren que dejemos de sentirnos como pueblo para poder gobernarnos como a simples individuos desprovistos de cualquier cohesión, más allá de esos palabros ideológicos («sororidad», «inclusión», etc.) que también aparecieron, por supuesto, a modo de etiquetas en la ceremonia. No es que con su irresponsabilidad vayan a destruir la civilización europea, no: es que ese es exactamente su propósito. Nos quieren como a esa María Antonieta zombi que con la cabeza en las manos canta la letrilla de sus asesinos. Por eso creo, sinceramente, que hay que estar muy agradecidos a Emmanuel Macron por habernos mostrado el camino. Las cartas están boca arriba. Está claro su propósito. A nosotros nos corresponde recuperar la verticalidad; tal vez, al estilo nietzscheano, empujando lo que está cayendo.
Despilfarro, desvergüenza, gusto por lo grotesco, mofa de las virtudes públicas, escarnio de los dioses, atracción por lo feo… También un destacado protagonismo de los eunucos. Quizá los que llevan la cabeza decapitada en las manos son ellos. Y aún no lo saben.
Fuente: La Gaceta