Después de ser Campeón del Mundo en 1978, el arquero tenía que renovar su contrato con River. “Usted desaparece”, le advirtió Lacoste para que firmara el acuerdo Ubaldo Matildo Fillol cuenta el hecho en su flamante libro, Mi Autobiografía, que edito Planeta con la realización del periodista Sergio Renna.
Un día vino a buscarme «el Flaco» Rafael para hacer una nota para la revista El Gráfico. Eran unos reportajes que reunían a los campeones del 78 justamente con el presidente del EAM 78. La cita fue en el Edificio Libertador, de la Marina, detrás de la Casa Rosada. Llegué antes que los periodistas y me hicieron pasar a una sala en la que había militares armados y gente que iba y venía haciendo sonar sus tacos marciales. Unos minutos después me hicieron pasar a la oficina del almirante Alberto Lacoste.
Cuando se presentó, después de unas palabras de rigor, se dio un diálogo que no olvidaré jamás. A cuarenta años de haberlo protagonizado, considero que fue lo peor que me pasó en esta vida ligada al fútbol. Fiel a mi ingenuidad, desconocía en absoluto quién era ese personaje y por qué tenía el poder suficiente como para hablarme de algo tan importante, así que no di demasiadas vueltas y le pregunté:
—Con todo respeto, pero ¿qué función cumple usted en el club?
—Vea, Fillol, soy socio honorable del club y tomé la decisión, en nombre de los dirigentes, de asumir el compromiso de que usted firme el contrato que le han ofrecido.
—Mire, señor Lacoste, no voy a firmar ese contrato porque no se corresponde con lo que acordamos con los dirigentes.
—Fillol, usted entienda que no tiene alternativa. ¡Fírmelo porque, de lo contrario, el único perjudicado será usted!
Era una situación realmente surrealista. El tipo me estaba apretando en una oficina militar, con una impunidad que asombraba. A medida que avanzaba la charla mostraba, cada vez más, las formas unilaterales que tenían los militares en esos años de plomo a la hora de resolver los conflictos. Ante mi nueva negativa, empezó a ponerse cada vez más nervioso y, para amedrentarme, no tuvo mejor idea que apoyar sobre la mesa una pistola.
—Mire, Fillol, se la voy a hacer corta porque no tengo mucho tiempo. Si yo quiero, levanto un teléfono y en menos de lo que tarda en enfriarse el café que está tomando, usted desaparece y no lo encuentran nunca más. O, en el mejor de los casos, lo encontrarán en un baldío. Sepa bien que no tengo problema en hacer lo que digo que haré…
No sé si fue por los nervios o qué, pero de repente empecé a reírme y eso lo enfureció todavía más. No era un hombre de achicarme en las difíciles. Redoblé la apuesta y la pateé para adelante.
—Y dígame algo, señor Lacoste, ¿acaso me va a pegar un tiro ahora mismo si no firmo? ¿Sabe una cosa? ¡Esta charla se acabó!
El tipo se quedó mudo y me miró fríamente. Cuando arranqué caminando para la puerta, me habló de una manera cínica y amistosa:
—No, hombre, no se vaya así. Venga, Fillol. Escúcheme. Venga, hombre, ¡no sea terco!
Cuando escuché esa frase, me di vuelta y me acerqué nuevamente a su escritorio. Me invitó a sentarme. Una vez que lo hice, el muy hijo de puta gritó:
—¡Bueno! Ahora que está sentado, levántese de la silla y mándese a mudar. ¡Porque acá mando yo! Y usted se retira cuando yo lo ordeno. Váyase de acá ya mismo. ¡Le voy a enseñar quién manda en este país!
Muchas veces el futbolista, por las concentraciones y la dinámica de la profesión, vive en una especie de burbuja. La ingenuidad en temas por fuera del fútbol suele ser nuestra moneda corriente. Por eso, desde un primer momento, desconocí que, después del Mundial 78, era el almirante Lacoste quien manejaba el fútbol. Para colmo, era hincha de River, pensaba en ser presidente del club, y se creía todopoderoso. Tiempo después, cuando empezamos a conocer la historia de los desaparecidos, las fichas me empezaron a caer en efecto dominó. A medida que fuimos sabiendo acerca de los asesinatos que habían cometido en la ESMA (y en otros centros clandestinos), sentí el miedo en la piel. Lo sentí como quizás debí sentirlo antes, cuando discutí de esa manera con un tipo así. Este hijo de puta nos podría haber matado a mi papá y a mí. De hecho, estoy seguro de que lo había pensado seriamente. Podría habernos matado por no firmar un contrato entre un futbolista y un club de fútbol.
En septiembre de 1983, la situación llegó a un punto de no retorno. Como era de esperar, Lacoste hizo que me suspendieran de por vida tanto en el club como en el fútbol argentino. Entiendo que los dirigentes de esa época también estarían amenazados. Tras las elecciones, Lacoste desapareció de la vida pública para siempre. Cuando en 1983 por fin llegó la democracia y empezó a saberse que los militares habían secuestrado, matado, torturado y tirado gente desde los aviones, entendí que Lacoste era el claro ejemplo de cómo esos tipos habían sido los dueños de la vida y la muerte de millones de argentinos.
Por eso me duele tanto cuando dicen que fuimos «el equipo de los militares». Lo dicen sin saber que estuvieron a punto de matarme.
Fuente: Tiempo AR
Sábado 7 de Abril de 2018
Edición 2164