«Peeron, Peeron»
(grito de los obreros)
Ese día, 17 de octubre de 1945, salí más temprano de los Tribunales del Trabajo, donde era empleado desde hacía pocos días. Como buen “pinche” que era, atendía la mesa de entradas. Los pocos litigantes que se presentaban, comentaban que la Plaza de Mayo se estaba llenando de gente.
–Sí, está llena –dijo el Juez Oreste Pettorutti, hermano del famoso pintor, cuando me crucé con él, al salir.
Como ya no circulaban transportes públicos, se ofreció a llevarme cerca de mi casa.
–Dejaría el auto en un estacionamiento, y de allí seguiría a pie hasta la plaza. ¿Quiere venir? –invitó el Juez
–¡Pero claro que sí!
Avisé a mi familia desde el estacionamiento de Plaza Lavalle, y fuimos caminando por Corrientes.
El espectáculo era asombroso. Se veía avanzar una muchedumbre hacia la plaza, lo cual era inusual. La multitud marchaba con su ropa de trabajo porque habían dejado su labor para acompañar esa movilización; y a medida que avanzaba se iban agregando columnas de gente que venía desde el sur de la ciudad. Se veían mecánicos con su overall manchados con grasa, obreros de frigoríficos con sus botas blancas, empleados que dejaban sus oficinas. Caminaban resueltos, adustos, sin hacer provocaciones; sólo gritaban clamando por la libertad de su líder.
Hoy, tantos años después, evoco aquel día, que fue un punto de inflexión en nuestra historia.
¿Qué motivaba a aquellas personas, hombres y mujeres que marchaban a pie, con mirada decidida y sin provocar incidentes? Iban a rescatar a su líder, pero también iban a rescatarse a sí mismos, a hacerse visibles en una sociedad que los había ignorado. Scalabrini Ortiz, el mejor cronista de ese día, diría que era “el subsuelo de la patria sublimado, que salía a la luz”. “El hombre que está solo y espera”, que se realizaba.
Buscaban ser oídos y respetados. Perón había despertado en ellos el sentido de ser alguien, de tener derechos, de no reclamar en vano. Ya no retrocederían. Decididos dejaban sus puestos de trabajo y se unían a las columnas. La desaparición de Perón significaba perder las conquistas alcanzadas en los tres años de su Secretaría de Previsión.
Además, era innegable que el excepcional carisma de Perón había calado hondo en los trabajadores, quizás porque fue el primer Presidente que le sonrió al pueblo. Para ellos, era “todo o nada”. Sabían bien lo que era volver al pasado, al que además había que agregar la “vendetta” de los patrones.
Todo el sur bonaerense había iniciado la marcha y a medida que corría la noticia, llegaban desde otros puntos de los suburbios.
Era ya de noche. Por los altavoces hablaban el coronel Domingo Mercante y el periodista Eduardo Colom, intentando tranquilizar a los manifestantes. Era inútil abundar en detalles. Todo ha sido relatado innumerables veces.
Imprevistamente se cortó la electricidad. Los obreros no claudicaron: encendieron antorchas con papel de diario. El espectáculo era alucinante.
Concentrado en observar e interpretar el evento, había perdido de vista al juez. No lo encontré. Resolví volver. Conocía bien a mi padre, y sabía que debía estar preocupadísimo.
Habría recorrido unas dos cuadras, cuando la tierra pareció temblar con el rugido de la multitud. Fue la reacción ante la aparición de Perón en el balcón de la Casa Rosada, escena que luego quedaría inmortalizada por lo emblemática.
Apuré el paso lo más posible, y terminé corriendo las últimas cuadras. Al llegar, mi padre me abrazó, me hizo sentar a su lado, y entonces escuchamos juntos aquel discurso que cambió la historia.
* Esgrimista olímpico
Fuente: Libro “A Capa y Espada”
De Fulvio Galimi
Ediciones Fabro 2014
Página 49
Octubre 2015